Comentario
Como es obvio, la cabeza era el objetivo prioritario del ataque y, en consecuencia, el defendido con mayor cuidado. El caballero la ceñía con una cofia de tela, que evitaba que las piezas defensivas estuvieran en contacto con el cuero cabelludo. Sobre ella se colocaba el almofar, especie de pasamontañas de malla metálica, sencilla o doble. En ocasiones, entre el almofar y la cofia se colocaba un bacinete, gorro en forma de calota o solideo, que podía ser metálico o de cuero. Sobre todo ello se encasquetaba el yelmo. Pese a tanta protección, la cabeza siempre estaba en peligro: "Le falsó (traspasó) el yelmo e el almofar, mas el bacinete que traía de yuso era tan fuerte, que no pudo alsar; mas abollolo en tal guisa, que so él le quebrantó los tiestos de la cabeza, e rompió la tela".
El yelmo o casco recibió numerosos nombres: capillo de fierro, casquete, capellina, capacete... Según Álvaro Soler del Campo, director de la Armería Real, se conocen hasta ocho tipos de cascos y yelmos entre los años 1100 y 1400. Lo que habían sido simples cascos semiesféricos o ligeramente apuntados, con una prolongación metálica que defendía la nariz, fue mejorando progresivamente: aumentaron las protecciones faciales que resguardaban, también, el resto de la cara. Aparecen cascos provistos de una careta metálica, con unos orificios circulares que permitían la visión. Esta defensa facial se colocaba tanto en cascos semiesféricos como los cónicos. Corresponde este modelo a una época de transición entre el simple capillo de hierro y el yelmo totalmente cerrado, que no sólo extendía sus defensas al macizo facial, sino también a la nuca y a la región auricular.
Pese a esas cuidadosas y caras defensas, nada podía resistirse a una gran lanzada, un poderoso golpe de espada o un brutal impacto de maza. Siguiendo un orden anatómico, comenzaremos por las heridas craneoencefálicas. El Poema de Fernán González relata con estremecedor realismo la espeluznante espadada que recibió Gustio González en la cabeza durante la batalla de Hacinas (librada por los castellanos contra los musulmanes junto a esa localidad de la provincia de Burgos): "El capillo, el almofar y la cofia de armar/ húbolos muy ligera la espada de cortar, /y hubo hasta los ojos la espada de pasar/ por este golpe hubo don Gustio de finar".
Este tipo de lesiones del cráneo, por la acción de la espada, debieron ser muy frecuentes, por la reiteración de las descripciones: "Diole con la espada en medio del cervical, /le hizo dos rebanadas partidas por igual", cuenta el Libro de Alejandro, que sigue más adelante: "Hubo allí gran pelea, firmes acometidas / fueron muchas cabezas hasta el hombro partidas / muchas buenas lorigas rotas y descosidas/ muchas buenas espadas melladas y hendidas".
De esta guisa pereció Garci Fernández, hijo de Fernán González y segundo conde castellano. Su tumba en el Monasterio de San Pedro de Cardeña se abrió en 1669 para modificar su emplazamiento. En su esqueleto "se reconocieron dos grandes heridas en la cabeza, aunque la calavera estaba muy entera y tersa", según dejó escrito Berganza, historiador del Monasterio.
El estudio minucioso de los cadáveres de la batalla de Wisby demostró que, sobre un total de 241 lesiones craneales investigadas, el 54% recibió un único corte en el cráneo, lo que explica que fue mortal. El tajo, generalmente, se localizaba en el hemicráneo izquierdo, lo que demuestra que la cabeza estaba rotada ligeramente hacia la derecha, exponiendo lo que coloquialmente denominamos la sien del lado izquierdo. Cuando aparecían varios cortes, afectaban con la misma frecuencia al hemicráneo derecho que al izquierdo, lo que hace suponer que esos guerreros habían sido rematados en tierra.
En otras ocasiones, las lesiones encefálicas fueron causadas por flechas, piedras, lanzas o mazas: "Con la fuerza del golpe, Nicanor dio tornada / por el ojo izquierdo le metió una lanzada".
Según se apunta en el artículo sobre la lanza, a principios del siglo XIII se introdujo una nueva forma de sostenerla, acostándola sobre el antebrazo en semipronación. Esto permitía una mayor movilidad del arma y la posibilidad de herir al contrincante en la cara, por lo que se modificó el casco, evolucionando hacia el yelmo cerrado. Las mazas y picos de guerra originaban lesiones encefálicas, generalmente mortales: "Cratero a Anfíloco le dio tal porrada / que le salían los sesos y la sangre cuajada. / Traía una porra de cobre enclavada, /con ella había matado a mucha gente honrada, /pues a quien él podía darle una porrada, / no le valía el yelmo, ni el almofre, ni nada".